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sábado, 19 de diciembre de 2009

El sueño burgués en el país maldito

Posted on 10:11 by Jorge

John William Cooke quizás sea el mejor vástago del inmenso movimiento de masas surgido a la historia el 17 de octubre de 1945, sin embargo, como sus contemporáneos, su visión política se vio infectada de la esencia contradictoria de su época, así, su cita quizás más célebre, “el peronismo es el hecho maldito del país burgués”, parte de una irreversible equivocación de conceptos.


En primer lugar, Argentina no es un país burgués, si bien su superestructura ideológica reproduce los conceptos de la burguesía como clase hegemónica mundial, su estructura económica no tiene a una burguesía nativa como clase predominante. El peronismo es, ha sido y será el sueño burgués de un país maldito, es decir, el sueño de eliminar la dependencia esencial de nuestra estructura económica sin suprimir el régimen social impuesto por el capitalismo. De más decir que esto es un absurdo.
Tanto el modelo social burgués como la economía capitalista presuponen la interdependencia global y la esencia de su clase dominante, la burguesía, es, precisamente, la transnacionalidad. El disparate de desarrollo de una burguesía nacional, cuando el asiento territorial de la burguesía ha sido siempre un dato insignificante, fue la razón de ser del peronismo y la concreción de este soberano disparate fue el libelo “la comunidad organizada” de Juan Domingo Perón.
El peronismo es esencialmente ese “sueño burgués” en un país maldito condenado a una condición periférica por una compleja mezcla de factores geográficos, ambientales, históricos y políticos, un profundo disparate que plantea la conciliación entre dos elementos ausentes en nuestra realidad, la clase obrera y la burguesía, frente a un enemigo común: la oligarquía dominante. Esto es razonamiento infantil de carácter ideologista. Nuestra clase dominante no es otra que la burguesía transnacional, mientras que el fuerte sector comercial portuario y la oligarquía terrateniente no son otra cosa que los gerentes de la expoliación de un vasto conjunto social que difícil y circunstancialmente podría caracterizarse como clase obrera.
Si el concepto de conciliación de clases del peronismo fue posible en un momento histórico dado, lo ha sido por las particulares circunstancias materiales vigentes en 1945, es decir, la existencia marginal de una protoburguesía industrial y una coyuntura económica que exigió que las semicolonias asumieran funciones industriales que los países centrales no podían llevar a cabo inmersos en la crisis de 1929 y en los eventos de la II Guerra Interimperialista. El afán de hacer perdurable una coyuntura de carácter excepcional no sólo significó un grave ideologismo, sino una rotunda ignorancia de los mínimos conceptos que rigen el carácter mundial del orden económico mundial desde que Adam Smith postuló la División Internacional del Trabajo en el siglo XVIII.


Voluntarismo, industrialización y economía
Las tesis de carácter desarrollista, en las cuales de manera muy grosera podemos incluir al peronismo, presuponen la viabilidad de un desarrollo burgués-capitalista en las semicolonias, lo cual es una estupidez proverbial. Supongamos que el negocio más redituable fuera la confección de trajes a medida y, en consecuencia, todas las personas del mundo comenzarán a dedicarse a esta tarea y no como empleados del sastre, sino que haciéndose cada uno ellos sastre o modista. Esto sería inviable.
En primer lugar, las reglas de oferta y demanda llevarían a ese inmenso ejército de sastres y modistas a la bancarrota, pero, en segundo lugar, y más importante el fracaso de tal modelo vendría dado por no entender que la economía industrial es de carácter necesariamente estratificado: para que el negocio de confección de trajes a medida sea muy rentable necesitará que una parte de la fuerzas productivas se dediquen a la producción de las materias primas, otra parte a la industrialización de dichas materias primas para que finalmente una parte pueda producir los trajes a medida. La esencia y perdurabilidad del modo de producción capitalista viene dado por la capacidad de reconocer tal verdad de perogrullo y transformarla en ley universal bajo la división internacional del trabajo.
La industrialización nacional no es una cuestión de voluntarismo como sostiene el desarrollismo, ni tampoco de la falta de desarrollo concreto en las semicolonias de una clase burguesa como intentan proponer las diversas corrientes que podemos englobar genéricamente en el nacionalismo de izquierda. La posibilidad de industrialización o no de una nación determinada está vinculada necesariamente a elementos de carácter material, concretos y medibles, que responden al posicionamiento geoestratégico de una determinada nación y su economía.
Los factores que componen lo “geoestratégico” son variados e incluso incorpora elementos donde predomina la voluntad como son los de carácter social, histórico y político, por ejemplo, nuestro destino como nación hubiese sido muy diferente si nuestra clase gobernante hubiera mantenido una política de expansión constante hacia el sur y al estratégico Estrecho de Magallanes como lo ha hecho Chile, sin embargo, los factores predominantes son de carácter material: geográficos, ambientales y demográficos.
El desarrollo de una nación industrial depende primordialmente de la cercanía o lejanía que está tenga con el centro de las rutas comerciales principales, o, en su caso, por la posibilidad concreta de controlar determinados pasos comerciales estratégicos. Sin embargo, el factor que marcó nuestro carácter semicolonial fue principalmente el demográfico.
Si hablamos de un carácter demográfico nos referimos al índice de densidad poblacional y su relación con los factores ambientales y geográficos. Aquí, nuestra condición de territorio asombrosamente rico ha sido la razón primordial de nuestra ruina y de nuestra sumisión. El surgimiento de la industria es consecuencia de la pobreza y no de la riqueza, por un lado, de multiplicar recursos naturales de carácter limitado en relación con la densidad poblacional del país, y, por otro, de la necesidad clave de no mantener una mayoría social ociosa pues las necesidad de mano de obra de la explotación primaria del medio ambiente resulta insuficiente para ocuparla. Dicha es la realidad de la Europa Occidental, pero difícilmente es la nuestra.
Muchas páginas se han dedicado a la voluntad o falta de voluntad de nuestra clase dirigente compuesta por el librecambismo porteño y la oligarquía terrateniente subordinada a él tras la batalla Pavón, pero lo primordial no es la voluntad de una clase sino las condiciones materiales que la determinan. ¿Sí el librecambismo porteño hubiese tenido las ansías expansionista y hasta colonialista de las clases dirigentes chilena o sudafricana, nuestra historia sería otra? Sin dudas, pero el librecambismo porteño no tenía necesidad de tales ansías, no gobernaba sobre la estrecha lonja de tierra que es Chile, ni representaba una minoría blanca claramente diferenciada como los Afrikáans que necesitaban imperiosamente la extensión de su ámbito de influencia para sobrevivir en un clima hostil frente a los nativos y a las grandes potencias colonialistas.
La voluntad de las clases dirigentes es insignificante, la razón de nuestra miseria ha sido el despoblamiento que permite el bienestar general de la población mediante la mera explotación primaria del medio ambiente, así la producción de carácter industrial pasa a un muy segundo plano cuando no es directamente suprimida porque es más económica la importación de manufacturas que el gasto que implica su producción local. En tal contexto, sólo el surgimiento intempestivo de un impacto demográfico enorme que no coincidiera con la velocidad de adaptación de nuestra estructura económica y un cambio radical de los términos de intercambio podría haber cambiado la situación y el carácter de Argentina dentro de la división internacional del trabajo.


Inmigración, crisis financiera y peronismo
El mismo ideologismo absurdo que pretende centrar las razones de nuestra sumisión y miseria en el voluntarismo, ha hecho que el surgimiento del peronismo se explique desde la metafísica relación líder-masa, si bien, no somos de quienes reducen totalmente la importancia del carisma concreto de un personaje histórico, reducir toda explicación a ello resulta un infantilismo. Si Perón no hubiese existido seguramente otro movimiento de características globalmente similares habría surgido, simplemente se daban las condiciones concretas para esto y los vastos sectores del irigoyenismo, del sindicalismo, del nacionalismo y del socialismo que se aglutinaron tras la figura de Perón seguramente que habrían terminado confluyendo, quizás de manera contundente, pues lo que los obligaba a hacerlo eran las condiciones materiales y no el carisma del caudillo como demostraron los hechos posteriores al repliegue económico experimentado a partir de la década de 1950.
Perón es consecuencia, en primera instancia, y no causa, su mérito no es otro que la capacidad cooptar para su proyecto a fuerzas sociales importantes desde una base de poder propio muy débil. Luego tendrá el mérito de saber mantener en tensa negociación a sectores sociales cuyos interesantes materiales se habían tornado irreconciliables, pero nada de esto puede convertirlo en la causa que pretende ver el ideologismo imbécil de nuestros historiadores. Será un hábil político con excelente sentido de la oportunidad, un líder carismático dotado de una encomiable capacidad de negociar lo innegociable, pero no más que eso, es decir, una consecuencia de las condiciones materiales que le permitieron tener éxito.
Las causas del peronismo, pasando a Perón a su justo segundo lugar, son fundamentalmente dos: el impacto demográfico de la inmigración europea y el cambio de los términos de intercambio por la crisis financiera de 1929.
El impacto de la inmigración, por un lado, genera un aumento desmesurado de la masa poblacional a la cual la estructura económica del país, basada en la explotación primaria del medio ambiente, no alcanza a dar respuesta. La creciente tecnificación en el trabajo concreto y en los medios de transporte con la implementación del ferrocarril, genera que la demanda de mano de obra no crece al mismo ritmo que la población, y, por otro lado, genera un crecimiento del mercado interno que no puede ser satisfecho por los restos rudimentarios de la vieja industria colonial ni por las manufacturas importadas sin afectar la balanza de pagos y el bienestar general de la economía. Allí hace su surgimiento una “industria” de servicios y un aumento de la burocracia estatal para dar repuesta, contención y ocupación a este sobrante poblacional, pero también se multiplica la pequeña industria artesanal de vestimenta, calzado y otros enseres básicos que demanda esta masa inmigratoria y no pueden ser plenamente satisfecho por el mecanismo de importación.
Semejante cambio es fundamental para el surgimiento del peronismo, la vieja clase artesanal de tiempos coloniales tendrá similitudes y diferencias con esta protoburguesía industrial que nace del fenómeno inmigratorio. La principal diferencia es el asiento de esta protoburguesía en las grandes concentraciones urbanas emergentes de la derrota del federalismo y la enorme similitud es su pertenencia a los sectores populares de nuestra estructura social, como los añejos artesanos del Virreinato, esta protoburguesía se desarrolla de modo inescindible junto a la masa trabajadora, la cual no llega a constituirse como clase obrera pero su modo de subsistencia proviene fundamentalmente de una relación laboral dependiente. Esta interacción será descripta por Jorge Enea Spilimbergo en el concepto de “alianza plebeya” y con, mayor asiduidad y menor precisión, se hablará de un sujeto político popular que integra a esta protoburguesía, la masa trabajadora, proletaria o no, y diversos sectores desclasados de la realidad nacional.
Esta emergencia social, posiblemente hubiese terminado por languidecer de no coincidir históricamente con un profundo cambio de los términos de intercambio. La crisis capitalista que asomaba a principios del siglo XX, tiene su correlato local con el agotamiento del modelo impuesto por la restauración oligárquica que el roquismo había capitaneado tras la crisis de 1890. El protagonismo retomado por la oligarquía terrateniente por sobre la clase librecambista porteña tendrá que ceder ante la realidad de principios de siglo, donde el irigoyenismo, por un lado, y las múltiples tendencias socialistas que priman en la masa inmigratoria, por otro, proponen una suerte de estado insurreccional constante. La Ley Sáenz Peña es fruto de esta necesidad de romper cualquier eventual comunión entre ambas tendencias insurreccionales, la entrega del gobierno, no sin condicionamientos, al irigoyenismo lo obliga a confrontar directamente contra un sujeto histórico de responde a idénticas aunque diferenciadas raíces populares: la emergencia del socialismo inmigrante. Las brutales represiones de la Semana Trágica y de la Patagonia, más el advenimiento del alvearismo, serán los puntales de este triste momento de disgregación del campo popular, división que sólo la realidad reaccionaria del golpe de 1930 podrá ir subsanando lenta pero inexorablemente.
Si el agotamiento del modelo establecido en 1890 obligó a las clases dirigentes a transigir con un sector del campo popular, la crisis financiera de 1929 lo obligará a revisar su estrategia. Una crisis del capitalismo tiene dos efectos posibles: o genera un frente nacional complejo pero en clara contradicción al imperialismo, o, en cambio, agota los medios transaccionales que las clases dirigentes dispusieron para contener un estado insurreccional dado y se promueve la constitución de un amplio frente reaccionario. La crisis de 1929 generó lo segundo.
La claudicación alvearista, las erráticas políticas del progresismo partidocrático (socialistas juanbejustistas y demoprogresistas), el empuje a la semiclandestinidad de las vertientes más consecuentes del socialismo revolucionario y la endeble organicidad del irigoyenismo tras la muerte del caudillo permitirán que la etente oligárquico-librecambista genere el golpe reaccionario de 1930 sin mayores dificultades y sostenga el poder con mano de hierro mediante el infame fraude patriótico. Sin embargo, cualquier operación sobre la superestructura política depende en su éxito final de que la estructura económica lo favorezca.
Si la crisis de 1929 hubiese sucedido en cualquier otro momento histórico, el golpe de 1930 hubiera sido suficiente para frustrar toda pretensión del campo popular, sin embargo, la crisis se vio envuelta en el marco de confrontación interimperialista y cuando su impacto parecía superarse en la segunda mitad de la década de 1930, el advenimiento de la II Guerra Mundial llevó a la perdurabilidad de sus efectos.
La emergencia de la substitución de importaciones dejó de ser emergencia para tornarse constante, la protoburguesía industrial proliferaba y vastos sectores de la clase librecambista porteña volcaban los enormes excedentes financieros obtenidos en años de intermediación parasitaria del saqueo de nuestros riquezas en este nuevo y auspicioso negocio de la industria, al tiempo que los capitales transnacionales retrocedían ante los problemas estructurales que enfrentaban en sus sedes centrales. La nueva realidad lleva a la disgreción dentro de la propia clase dirigente que comienza a enfrentarse entre sí de modo irreversible, sólo el carisma personal de Agustín Pedro Justo podía mantener la imposible alianza del nacionalismo de derecha, la oligarquía terrateniente y la clase librecambista porteña. Al poco tiempo de su muerte, los sectores de la clase librecambista que se habían reconvertido al industrialismo y el fuerte sector nacionalista de derecha que apoyado fundamentalmente en el Ejército veía la posibilidad de emprender un proceso industrializador que colocará a la Argentina como potencia con peso propio, no tardarán en plantear la Revolución del 4 de junio de 1943, cambiando fundamentalmente las alianzas hasta entonces vigentes y sentando las bases necesarias para el surgimiento del peronismo.


La ilusión del sueño burgués
Sin Justo los sectores industrialistas que plantan la revolución de 1943 no podían esperar el favor de la oligarquía terrateniente y de la clase librecambista, si bien, por su pertenencia de clase, intentarán permanentemente una negociación con estos sectores, la realidad material empujaba a la profundización radical del enfrentamiento que se dio el 17 de octubre de 1945. En sí, el 4 de junio de 1943 se abre un escenario donde la lucha de clases aparece indefinida y los sectores populares encuentran grietas y contradicciones que le permiten acceder a puestos institucionales que le permiten corroer el sistema por dentro.
Expresiones del irigoyenismo, del socialismo revolucionario, del sindicalismo y de un naciente nacionalismo de izquierda encontraran aliados dentro el nuevo gobierno, entre los cuales descollará la figura del por entonces ignoto Coronel Juan Domingo Perón. Su visión política, su proverbial carisma, su innato oportunismo, su amoral capacidad negociadora y sus enfermizas ansías de poder lo llevarán a articular con estos sectores su propio camino a la cima del régimen militar emergente. Las falencias del caudillo, cierta dejadez y gusto por los placeres oligárquicos que se combinaban con una escasa predisposición a las confrontaciones directas que encajaba con su permanente rol de oscuro oficial de estado mayor y no de un comandante de hombres en armas, serían suplidas por la infatigable tarea del Teniente Coronel Domingo Alfredo Mercante.
La revolución de 1943 es una revolución burguesa, donde la tradición prusiana del Ejército ve realizada su posibilidad de hacer de Pedro Pablo Ramírez un Bismarck criollo. Hijo de tal tradición y en el contexto histórico concreto donde la rancia tradición prusiana encontraba nuevos bríos en la experiencia nazifascista que desde las realidades semicoloniales eran percibida como una forma de socialcapitalismo que permitía, por un lado, enfrentar la avaricia del imperialismo liberal de sesgo anglosajón y, por otro, la amenaza del stalinismo en tránsito a tornarse imperialista, Perón no querrá para sí más que ese lugar de Bismarck criollo que también pretendieron Ramírez y Edelmiro Farrell, tal será su fatal error y la gran cortapisa para el proceso iniciado el 17 de octubre de 1945.
Sí la revolución de 1943 era una revolución de carácter burgués, el 17 de octubre era la aparición de un frente antiimperialista cuyos actores principales era la baja burguesía y una clase trabajadora cuya ocupación predominante era ahora industrial, fenómeno también favorecido por la creciente tecnificación e industrialización del empleo rural. Su razón de ser es que resuelto el escenario interimperialista con la derrota del nazifascismo y el triunfo del liberalismo anglosajón, la emergencia que había dado a luz a la substitución de importaciones desaparecía y, con ello, desaparecían la protoburguesía y la masa trabajadora industrial nativas. Si los sectores librecambistas que se habían reconvertido a la industria durante el proceso fácilmente podían revertirse a su rol previo, aunque fortalecidos por el aumento de sus ganancias y dotados de mayor poder real frente a la oligarquía terrateniente de la cual en cierto sentido se habían independizado, no necesitando más que la mera negociación del nuevo escenario de las condiciones materiales que representaba la Revolución de 43, ni la protoburguesía ni la masa trabajadora industrial podían tener esa ilusión, su única posibilidad radicaba en el desarrollo progresivo de las fuerzas productivas y en la socialización creciente de la economía. La realidad del movimiento de masas era esa, pero su dimensión ideológica estaba muy atrasada y como bien sabía Marx, ninguna revolución puede ser exitosa si previamente no se genera el marco ideológico que la contendrá.
Las condiciones geoestratégicas de Argentina le impedían ser una potencia de carácter industrial, el mero voluntarismo no podía revertir una historia de 150 años de inacción de la clase dirigente en ese sentido y mucho menos transformar las condiciones naturales geográficas y ambientales, ni tan siquiera podía actuar sobre la irreversible característica social del índice demográfico. El intento de potenciar a la protoburguesía no daría más que en un camino sin retorno dónde su desarrollo más allá de la industria liviana resultaba económicamente inviable. El único camino posible es que el Estado asumiera el rol industrializador no como complemento y sustituto temporal de la falta de una clase burguesa, sino como actor fundamental que realiza las tareas democrático-burguesas pendientes y avanza en la socialización de los medios de producción. Si la insurrección del 17 de octubre era en lo material de carácter socialrevolucionario, en la dimensión ideológica quedó atrapada en un carácter burgués inexistente.
El 17 de octubre no encontró un Lenin sino que tuvo que conformarse con un Perón cuya convicción no iba más allá del socialcapitalismo de inspiración fascista. El libelo “La comunidad organizada” sentará la base doctrinaria del “sueño burgués en el país maldito”.


El lento despertar del sueño
Para ser justos con Perón digamos que nadie tenía mucho más claro las reales implicancias del 17 de octubre, su carácter aluvional y la inexistencia concreta de una organización política capaz de hegemonizar hacia la profundización revolucionaria que se esbozaba, de aquí que el menoscabo hacia su figura que podamos realizar con el “diario de mañana” en nuestras manos no logra disimular su importancia histórica como líder de un proceso primordial de avance en la lucha revolucionaria americana, la incómoda realidad es que nadie más podía capitanear ese movimiento de masas, las críticas que con el “diario de mañana” realizamos, por duras que sean, no son de modo alguno un motivo para minimizar su enorme importancia y la reivindicación que de él debemos hacer como prócer de la lucha emancipatoria. Sin embargo, la crítica brutal y descarnada es necesaria para que los socialrevolucionarios de América no caigamos en las mismas contradicciones y debilidades del pasado. Podemos lamentarnos que el 17 de octubre no encontrara un líder de talla y coherencia de Lenin, pero ello no hace menos cierto que simplemente ese “Lenin” no estaba presente, lo mejor que teníamos era Perón y en él recayó la responsabilidad de conducir ese proceso histórico.
Si Perón, hombre condicionado histórica y socialmente como incapaz de avanzar más allá del sueño burgués, no deseo jamás impulsar el movimiento que irrumpió el 17 de octubre de 1945 más allá de una conciliación de clases de sesgo reformista es total y absolutamente lógico, su ambición y su proyecto político no iba más allá del capitalismo autoconcentrado con un Estado que actuaba como complementario de la burguesía y, en su caso, la substituía transitoriamente ante su inexistencia coyuntural. Lo grave es que en los sectores que demostraron convicción socialrevolucionaria dentro de ese movimiento y en sus posteriores prolongaciones tras la defección de 1955 se buscaba justificar lo injustificable.
Perón es coherente, pretende el desarrollo de la burguesía y un escenario de conciliación de clases que viene directamente ligado a la experiencia fascista desde una perspectiva semicolonial. No diferirá en ello demasiado de liderazgos como los de Nasser en Egipto, Nehru en India o hasta el mismo De Gaulle en Francia, el problema es que muchos vieron en esto no lo que era sino lo que querían ver, es decir, que el accionar de Perón implicaba la revolución social y no un momento de avance hacia ella.
Lucidos pensadores y políticos como John William Cooke, Juan José Hernández Arregui, Rodolfo Puigróss o Jorge Abelardo Ramos cayeron en este disparate del “sueño burgués del país maldito”, el intento de forjar una burguesía inviable, subordinando el potencial socialrevolucionario del movimiento a una lógica reformista y, en sus esténtores, francamente reaccionaria.
La primera confrontación con la realidad del peronismo se da en el denominado repliegue económico de la década de 1950, la reconstitución del imperialismo anglo-sajón tras la guerra y la emergencia del stalinismo imperialista dejarán sin espacio alguno al proceso económico de industrialización que se había dado en Argentina, la fría realidad indicaba que sin el cambio revolucionario de las estructuras sociales, nuestro país debería volver al rango que le asignaba su posición geoestratégica con una economía basada en la explotación primaria del medio ambiente y en las capacidades industriales que desde los centros de poder le transfirieran según la coyuntura específica del mercado mundial. Las limitaciones de Perón aquí se hacen evidentes, intentando una negociación imposible con los factores de poder, removiendo a los sectores más proclives a la socialización creciente y buscando apoyo en sectores sin base significativa como la irrisoria Confederación General Económica. Sin embargo, mientras intenta una negociación a la que los factores de poder no están de modo alguno dispuestos, ve como su base real no es otra que dos sectores que exigen una profundización radical.
Si la CGE era una estructura sumamente débil y poco representativa, Perón perderá rápidamente el favor de los sectores más vinculados al orden tradicional, tanto el nacionalismo de derecha como el clero resultarán refractarios al carácter popular que el peronismo ha ido asumiendo. Los únicos apoyos sólidos que le quedan son el sector industrialista del Ejército y la inmensa masa trabajadora, pero, ambos actores, aún sin ser del todo conciliables, exigen una profundización del modelo que desbarataría los presupuestos de “comunidad organizada”.
La situación económica mundial que empujaba a la Argentina hacia su rol tradicional en la división internacional del trabajo contribuía a frustrar los sueños del numeroso sector industrialista del Ejército y, de hecho, comprometía la razón misma de su existencia. Si en el escenario de la crisis de 1929 la única posibilidad de las Fuerzas Armadas era avanzar hacia la producción local para sostener su capacidad operativa y, con ello, desarrollar segmentos estratégicos como la siderurgia y la industria mecánica, los amplios excedentes de material de las potencias beligerantes y la carrera tecnológica desatada en el marco de la Guerra Fría hacían que la viabilidad del sueño industrial del Ejército de una semicolonia como Argentina se tornará inviable sin comprometer seriamente el régimen social capitalista.
Por su parte, el bienestar alcanzado por la masa trabajadora y las conquistas sociales que habían logrado con el peronismo dependían también de la existencia de un mercado interno fuerte marcado por el empleo y la producción industriales, lo cual se tornaba imposible sin asumir el carácter subsidiario y remanente que la burguesía debía tener para nuestra economía y régimen social.
El camino prescripto por Perón fue radicalmente distinto, realentizó el proceso en lugar de acelerarlo e intento negociar con los factores de poder apoyado en la parodia de burguesía que significaba la CGE. El fracaso era inminente y las contradicciones que se habían abierto aumentaron incesante la confrontación, hasta las condiciones climáticas conspiraron fatalmente generando cosechas paupérrimas en el único recurso de disponibilidad inmediata que teníamos en abundancia: la inmensa producción rural.
La “comunidad organizada” era imposible, la conciliación de clases era inviable y las opciones eran profundizar o desbaratar el camino iniciado el 17 de octubre, ni uno ni lo otro fue elegido por Perón como años después diría ante el onganiato, su decisión fue “desensillar hasta que aclare”, pero la “caballería” enemiga no hizo lo mismo y en esa nocturnidad tomó por asalto su campamento.
Argentina se despertaba del “sueño burgués”, pero aún no se desperezó de él…

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